MISTERIO TREMENDUM 

Patricia Pinto 

Y tomó conciencia de que lo estaba mirando.

 El óvalo de su rostro se destacaba nítido enmarcado por el pañuelo que le ceñía la cabeza. Eran de nuevo sus labios los que veía moverse modulando palabras. Era esa boca con su delicada y deliciosa curvatura.

Sentada en el sillón, inmóvil y sin un gesto fuera de lo habitual, la mujer quedó bruscamente aislada de sus acompañantes sin que éstos se percataran de nada. Ella sí advirtió que parecieron desvanecerse, que la súbita e inesperada aparición les minó la sustancia y arrojó una luz reveladora que destacó la fragilidad de los lazos que la unían a ellos.

Advirtió también que la imagen trocaba las dimensiones del tiempo y del espacio y que el salón se convertía en un punto de convergencia del pasado y el presente, de la realidad concreta y la realidad virtual. Este entretejido de dimensiones se concentraba en su ser y fluía de un  canal energético materializado entre la pantalla y los ojos de la que contemplaba.

Tomó conciencia de que lo estaba mirando y de que era capaz de mantener las pupilas fijas sin que el llanto la obligara a apartarlas para aplacar el latigazo del dolor. Por meses no había podido soportar la visión de ningún otro rostro que se le asemejara. Incluso en la calle. Si por casualidad se topaba con una cara remotamente semejante, apenas entrevista en medio de la multitud, sentía como si hubiera recibido un golpe, como si su cuerpo hubiera sido penetrado a mansalva por un dardo caliente que se abría paso directo al corazón y a un lugar suyo muy íntimo  en donde yacía el mecanismo que activaba inmediatamente el fluir de las lágrimas. Una suerte de termómetro infalible que marcaba los agudos grados del sufrimiento, de la nostalgia desesperada, del deseo vivo, alerta y exigente; que marcaba, sobre todo, la pervivencia de esa ternura que le había quedado truncada, ternura doliente que se mordía la propia cola en la búsqueda inútil del hombre que la hizo nacer. 

Nadie se muere de amor, le habían dicho múltiples veces diferentes personas, no porque supieran lo que estaba padeciendo, sino a propósito de otras situaciones. “Sí”, asentía Magdalena, “es verdad”, pero jamás puso en lenguaje audible el resto de su pensamiento, “lo sé porque estoy viva”. Jamás había hecho una confidencia, ni tan siquiera una leve alusión a ese amor que le revolucionó las emociones, a ese sentimiento que el hombre de la pantalla le había inspirado desde el mismísimo primer día en que lo viera, desde ese primer día inolvidable, grabado en su carne y en su alma, en que los labios de deliciosa curvatura le besaron primero el cuerpo todo para encontrarle finalmente la boca y dejarla tocada por el rayo de la revelación del fuego que la habitaba.

Ni en el más bizarro de sus sueños, ni en sus más atrevidas imaginaciones de duermevela se había visto a sí misma haciendo el amor con un desconocido y haciéndolo así, de esa manera total, entregada entera, abierta como se derrama la mañana clara sobre los altos cerros, sin guardarse ni un cachito de luz.

Odiaba la palabra «entrega», Magdalena; la estremecía de molestia la carga de unilateralidad y sacrificio con  que su cultura la signaba. Parecía implicar que las mujeres se ofrendaban tal un don que los varones recibían como una renuncia, una dádiva a la que tenían derecho;  un trofeo de guerra tras la batalla de conquista. Y también parecía implicar que la entregada se perdía para sí misma, que nunca más volvía a estar entera ni a pertenecerse. 

El cuadro era irritante, pero lo que sintió esa primera vez y lo que siguió sintiendo cuando el hombre del pañuelo y ella se acostaban por largas horas para hacer el amor sin fatigarse y sin que disminuyera el ardor de la pasión, le había hecho resemantizar el concepto, le había revelado otro significado mucho más intenso, mucho más comprometedor, desprovisto por entero de cualquier carga sacrificial. Se trataba de un complejo fenómeno en que se entretejían el darse y el encontrarse, el salir de sí misma y el entrar en sus profundidades más insondables iluminándolas con una claridad incandescente. Era abrirse a alguien y no era abrirse sólo a alguien, sino a algo que estaba por encima de los dos y a lo que ambos pertenecían, tal vez como los ríos que se funden en el mar, al decir de Manrique, pero sin dejar de ser quienes eran, sino todo lo contrario, siendo como nunca, tocando con el cuerpo entero, tocando con los sentidos de la carne y los del alma, el meollo del ser, el misterio de la vida, por trillada que pareciera la expresión. Y era la experiencia de la felicidad total, del gozo perfecto.

Magdalena se esforzaba por encontrar las palabras que traicionaran en el menor grado posible esa experiencia estremecedora como un terremoto de luz que le había llegado de súbito, que la había cogido como un remolino de río correntoso para transportarla a unas honduras y a unas cimas que ahora sí sabía que existían porque ella, sí, la misma que seguía inmóvil en su asiento luego  que el rostro hubiera desaparecido ya de la pantalla, ella, la que todo el mundo desconocía, lo había vivido y lo estaba reviviendo ahora que por primera vez podía mirar ese rostro adorable, esos  labios de curvatura deliciosa, sin que sintiera que la visión la mataría, como pensaban los judíos que era el sino de quien osaba ver la cara del Innombrable.

Dicen que Moisés traía el rostro transfigurado cada vez que subía al monte Sinaí a conversar con el Altísimo. Dicen que tenía que cubrírselo porque el resplandor que dejaba en él la huella de la presencia del Misterio Tremendum era letal. Magdalena no sabía si sería cierto o no, porque nadie, al parecer, había percibido en su cara la trascendental mutación luego del encuentro con el diapasón más alto de la vida. No sabía si era cierto o no, porque ahora mismo las personas que la acompañaban no percibían ni el más leve rizado en la superficie de su piel mientras el tumulto de la marejada la remecía; mientras era inundada por dimensiones contrarias y convergentes; mientras tomaba conciencia, atónita, de que lo estaba mirando, de que sus ojos permanecían abiertos con las pupilas dilatadas, pero secas; mientras ardía otra vez en el fuego que le encendía la curvatura deliciosa de esos labios; mientras aceptaba la certeza de que nunca más se elevaría con los dedos entrelazados al diapasón más alto y mientras comprobaba –con una mezcla de incipiente alivio y de tristeza agudísima– que había sido capaz de contemplar el rostro mismo del amor y continuar sentada, inmóvil. 

Convulsionada entera, pero viva.