A continuación reproducimos un texto que aporta a la discusión de la recuperación de las memorias de las mujeres, publicado originalmente en Con-spirando Revista Latinoamericana de Ecofeminismo, Espiritualidad y Teología Nº 51, Diciembre 2005, pp. 4-6

Por María Teresa Fuentes Aedo

Desde la segunda mitad del siglo XX hemos asistido a una revisión de los conceptos de memoria, historia e historiografía, sobre todo en su relación con los mecanismos de construcción de las identidades colectivas, atravesadas sin duda por las relaciones de poder. Un cambio radical en la concepción tradicional de la Historia surge con la idea de que el conocimiento histórico se produce en y por el lenguaje, de modo que la Historia será definida como discurso y no como suceder. Esto no significa, claro está, que el pasado no exista, lo que se quiere expresar es que el pasado sólo es cognoscible a través del discurso, es el relato del pasado el que lo convierte en historia. Las memorias sociales, por su parte, se conciben como producciones discursivas de sentido que se transmiten y rehacen constantemente.

Sabemos ya que la identidad[1] es producto tanto de los recuerdos como de los olvidos de un grupo, teniendo en cuenta que recordar no es sólo “no olvidar”, y que más importante que los acontecimientos guardados en la memoria son las representaciones que el grupo hace de ellos.

En lo que concierne a los grupos subalternizados, se ha tratado de pensar en cómo escuchar la “pequeña voz de la historia” (Guha, 1996) y ha sido particularmente importante para las mujeres recuperar memorias olvidadas y reconstruir genealogías que fundamenten identidades colectivas.

Presento aquí algunas reflexiones acerca de nuestra manera de concebir la memoria atendiendo a algunas interrogantes que surgen al pensar en nuestra memoria de mujeres: ¿podemos tener realmente una memoria que sea nuestra? ¿cómo recuperaremos los silencios de la historia y lo que nunca fue nombrado? ¿cuáles son en nuestro caso los “lugares de la memoria”, sus contenidos y sus vías de transmisión? ¿cómo podemos contrarrestar los efectos adversos de las políticas de la memoria dominantes?

La memoria como proceso y relación

Convencionalmente concebimos la memoria de acuerdo a un sistema de oposiciones, en que la memoria se opone a olvido, invisibilidad, silencio o vacío; la figuramos como una continuidad que ha sufrido rupturas o se ha disociado en fragmentos, de manera que la “falta” de memoria es precisamente eso, una falta, una carencia, una pérdida de información a veces irrecuperable. Pensarla así nos negaría de partida la posibilidad de reconstruir una memoria de la que, efectivamente, hemos perdido algunos datos. Sin embargo, cabe la posibilidad de concebir la memoria no como un archivo cerrado y fijo, ni como un sistema completo y ya armado de inclusiones y exclusiones. Podemos conceptualizar la memoria como un proceso dinámico y siempre inacabado de construir y desconstruir sistemas de relaciones, de establecer conexiones entre diversos puntos de una red, para constituir tramas de significaciones en el articulado de presente y pasado en función de un futuro. Imaginada como no lineal, sino múltiple y fluida, no importan tanto o únicamente los contenidos de la memoria, sino el movimiento que instituye los nudos donde se interceptan, convergen o condensan los sentidos que atribuimos a los acontecimientos del pasado por su relación con nuestro presente. Así pues, los “lugares de la memoria” son una concreción, una visibilización o encarnación de un sentido y surgen de una mirada colectiva. Este elemento de la mirada es clave para comprender tanto la construcción del entramado de significaciones como el juego de recuerdos y olvidos, pues la perspectiva desde la cual contemplamos determinará qué es lo que vemos y la figura que forma lo que vemos. Así por ejemplo y para el caso de la historia, lo habitual ha sido enfocar la mirada en los grandes hechos de la historia, en los héroes y las gestas épicas y se escribirá entonces la historia monumental, vista “desde arriba”; pero también se puede observar esos mismos hechos desde una perspectiva doméstica, desde la vida privada, y se formulará entonces la “pequeña historia” cuyos protagonistas serán otros: individuos comunes, héroes anónimos, mujeres, sirvientes, niños y todos los innominados e invisibilizados. Muchas veces no se trata de conocer más datos, sino de mirar de otro modo y desde distinto lugar para ver más.

Creo que es importante tener todo esto en cuenta para poder trabajar con nuestra memoria de mujeres, porque si concebimos la memoria como proceso y sistema de relaciones dejaremos de percibirnos como seres “carentes” e “incompletos” de memoria y de historia. El pasado que no quedó consignado no será ya una especie de abismo vacío, oscuro y silencioso, que nos trague y enmudezca desconfigurando nuestras identidades. Podremos afianzar y reivindicar nuestra perspectiva para definir nuestras propias “políticas de la memoria”. Resulta ineludible convocar aquí a Mnemósine.

Mnemósine y Leto

Según la teogonía de Hesiodo, Mnemósine era una de las seis titánides hijas de Urano (el Cielo) y Gea (la Tierra); fue también la quinta esposa de Zeus, quien se habría unido con ella durante nueve noches consecutivas y como fruto de esta unión nacieron las nueve musas en un parto múltiple.

La versión que me parece más interesante a propósito de las “políticas de la memoria” procede de unas inscripciones funerarias griegas del siglo IV aC. En ellas Mnemósine era el nombre de un río del Hades, opuesto al río Leto. Las almas de los muertos bebían del Leto con el fin de no poder recordar sus vidas anteriores cuando se reencarnaban; los iniciados, en cambio, eran animados a beber del río Mnemósine cuando morían. Se entiende que de este modo conservaban la memoria de sus vidas y experiencias anteriores y podían enriquecer su sabiduría.

El punto es ¿quiénes tienen la posibilidad de beber de Mnemósine? Sabemos que en las sociedades patriarcales lo que se conserva son las genealogías masculinas y se suprimen las genealogías femeninas, borrando las huellas de las mujeres que nos han precedido y dificultando con ello la construcción de nuestras propias identidades y tradiciones. Se trata de unas políticas de la memoria que subordinan a ciertos grupos desvalorizando sus referentes propios. Simbólicamente, no hemos tenido la oportunidad de legitimar las experiencias de vida de otras mujeres, es decir, de integrarlas a nuestro presente para conferirle autoridad a esos saberes y perspectivas femeninas/feministas: no somos “iniciadas”. ¿Quiénes podrían iniciarnos o investirnos de autoridad sino nosotras mismas? Recuperando por una parte las memorias ocultas, pero por sobre todo resignificando los recuerdos y redefiniendo los olvidos. Ambos son necesarios para proyectar un futuro. Aquí podríamos citar otra tradición griega, según la cual a aquellos que deseaban consultar al oráculo de Trofonio en Beocia se les hacía beber alternativamente de dos fuentes llamadas Leto y Mnemósine, para enfatizar la idea de que junto con la memoria es necesario controlar los olvidos del grupo. El problema no es que haya olvidos, sino quién y por qué manipula lo que olvidamos. Tendríamos que estar conscientes de que es necesario administrar algo así como “las políticas del buen olvidar”.

Es preciso, pues, abandonar una idea polar de la memoria para que los silencios de la historia no nos hagan sentirnos mutiladas o in-válidas, para que el espacio de la ausencia no nos oponga una presencia a la que nunca accederíamos. Aunque parezca más complejo, adoptar la concepción de la memoria como proceso y relación, como movimiento dinámico entre otras conexiones, como construcción inacabada de significaciones con su ambivalencia inherente entre recuerdo y olvido, es lo que hará posible trabajar con nuestra memoria de mujeres, decidir e incidir sobre ella dándole vida y manteniéndola viva en la creación y la recreación constantes.

[1] Identidad no en sentido esencialista, sino como “Identificación”, como una construcción siempre en proceso, nunca acabada y que no cancela la diferencia. “Y puesto que como proceso actúa a través de la diferencia, entraña un trabajo discursivo, la marcación y ratificación de límites simbólicos, la producción de “efectos de frontera”” (Stuart Hall, “¿Quién necesita la identidad?”, 2003, p. 16).